Aquí podrás leer el primer capítulo de El Templo de los Nenúfares. Recuerda que siempre podrás descargarte la novela entera de forma gratuita.
Era de noche en Yark.
Caminaba sin rumbo por las largas y empinadas calles de la gran ciudad. No había ni un alma: la que era capital de la República de Reish se quedaba vacía de noche, y ni tan siquiera en el puerto se oía un murmullo. El ambiente era fantasmal, silencioso y a la vez frío. La brisa marina me obligó a ponerme la chaqueta, recordando a mi madre cuando me decía que me abrigara.
Atravesé plazas y avenidas, callejones y paseos. Me fijaba con asombro en la grandeza de los edificios institucionales, de corte colonial, que se antojaban incluso más imponentes con la leve iluminación que otorgaba la Luna. Entre ellos se intercalaban, además, las modestas pero coloridas viviendas de funcionarios y comerciantes, donde vivían junto a sus familias.
Infinidad de callejones que me llamaban al unísono lograban que mi imaginación brotase, haciendo del lugar algo aún más rico. Pensaba en cómo sería la vida de todas aquellas anónimas personas que moraban todos esos hogares. Pude ver ilusiones, proyectos, recuerdos, anhelos y noticias de aquella sociedad ignota para mí, la sociedad de la extensa y desconocida Yunnia.
Me metí en el hueco que dejaban dos de aquellas típicas viviendas pesqueras, caminando a tientas por un instante, hasta que desemboqué en otra calle, estrecha. El satélite seguía sobre mi cabeza, dejándose ver aun en el encogido cielo que aparecía entre los apretados edificios. Esperaba encontrar lo que buscaba, aunque no sabía exactamente qué era. Seguí avanzando hacia ninguna parte, dejándome llevar por la aleatoriedad de mis pensamientos.
En ese mismo momento, el instinto me hizo parar. Sentí que había encontrado lo que buscaba.
Estaba ante una discreta aunque bonita vivienda de dos plantas, del mismo estilo de las que la rodeaban. Sin pensarlo tan siquiera un segundo, entré.
Viento, corrientes que se enlazan, psicodelia. Un lugar en el que todos los colores, los conocidos y los que aún no han sido descubiertos, revolotean a su antojo. Reina un gran desorden, desequilibrio, algo inabarcable. Un orden ilógico, absurdo. Pero, pese a todo, bienestar, casi placer. Entre toda esa fiesta de confusiones camina desconcertado, pero consciente de todo lo que sucede. Mira alrededor asombrado y embriagado, mientras los haces de color fluyen en torno a él, envolviéndolo sin atarlo. Se siente pequeño y gigante, el todo y la nada. Puede ver al fondo un punto blanco, ínfimo pero que destaca sobre lo demás, bien definido. Se va acercando, y poco más allá le atrapa, le traga, y se siente infinitamente agobiado…
Estuve esperando un buen rato allí, pero el chico no se despertó hasta que el primer rayo de luz entró por la ventana. Solo entonces abrió los ojos, sobresaltado.
―¿Qué… hora… es…? ―dijo bostezando.
Pese a su situación matutina, tenía el pelo, castaño por cierto, igual de suelto que al acostarse. Lo había dejado un poco largo, y tuvo que apartarlo de su cara con la mano.
―La hora de levantarse, Ian ―dijo una voz desde la puerta, sobresaltándome―. Ya son las siete y media, y si no te apuras no sé yo si llegarás a tiempo al Liceo.
―Mak, qué sueño más raro he tenido… ―dijo con voz apagada.
Bien: ya sabía que el chico se llamaba Ian, y el hermano, Mak.
Mak era alto, y sus ojos azules dejaban ver la fuerza y rebeldía típicas de su juventud. Ian se dijo que era extraño que estuviera tan lúcido a esas horas, porque, aun con su ánimo y espíritu, era dormilón.
―Anda, anda: déjate de sueños y levántate ―repuso―, que brilla un sol fantástico. Hoy va a ser un buen día… ―sentenció con optimismo.
Ian le hizo caso a su hermano. Se levantó de la cama y se paró a ver a través de la ventana, en la pared que había al frente, cerca de la cual estaba yo apoyado. Le miré a la cara, y no pude evitar percatarme de que parecía agotado.
“¡Pues sí que hace bueno!”, murmuró. Había muy buenas vistas. Al fondo estaba el estrecho que separaba las dos partes de la ciudad. En medio se extendía el barrio pesquero, formado por numerosos edificios de colores claros y dispuestos sin demasiado orden, pero que formaban, aun así, una bonita estampa. Atravesándolo, una calle bajaba hasta el mercado, en el que parecía que los tenderos ya trabajaban, preparando sus productos a los ciudadanos más madrugadores, que no tardarían en acudir.
Ian volvió la vista y se dirigió al baño, cruzando rápidamente su habitación, pequeña pero suficiente para lo que necesitaba. Me fijé en su escritorio, y encontré una novela entre un par de libros de estudio y alguna libreta con apuntes de lo que, a primera vista, parecía ser algo de matemáticas.
Regresó después de un buen rato, tras haberse duchado. Cogió del armario una sudadera blanca, y me fijé en que, pese a la ducha, seguía con mala cara. Parecía un tanto asustado. Tras meter en la mochila los libros y la libreta en la que me había fijado, la posó y salió de la habitación.
Eché rápidamente un vistazo a la planta mientras cruzábamos el pasillo. Debía de haber tres habitaciones y uno de los baños. Tras bajar las escaleras vi que abajo estaba la sala de estar y la cocina, y otra puerta que seguramente daba a otro aseo.
Olía a algo dulce, y supuse que estaban haciendo un pastel o un bizcocho. Allí estaban sus padres: Hush, un hombre amable y simpático que me sacaba dos cabezas, y su madre, Ineia, una mujer agradable y atractiva. Mak estaba charlando con ellos mientras desayunaban, pero Ian se mantenía en silencio, con la mirada perdida, mientras se tomaba unos cereales. Tenía un mal presentimiento.
Ian era el único que no estaba radiante, pero su familia no pareció percatarse. Al acabar, subió de nuevo a por la mochila, y tras despedirse de sus padres, que aún estaban conversando con Mak, nuestro protagonista abandonó su hogar con rapidez. Si no se apresuraba, llegaría tarde al Liceo.
El Liceo Superior de Yark era el de mayor prestigio de todo Reish, y en él trabajaban diariamente Ian y su tutor particular, Krirant, sobre materias básicas: Matemáticas, Yúnnico, Historia, Geografía y Naturaleza. Me sorprendió que la educación en Yunnia se pareciese tanto a lo que nosotros hacemos en nuestras escuelas: teoría y práctica, deberes, notas, asignaturas. Incluso alguna que otra excursión fuera del centro.
Intuí que al Liceo no podría acudir cualquiera, pues no debía ser común aquello de que hubiera un profesor por alumno. Parecía ser que el acceso a la institución era complicado, pues se debían cumplir unos requisitos muy exigentes, que Ian, cómo no, había superado con creces. Pero su familia tampoco tenía tanto dinero como para costeárselo, y el chico solo pudo acceder gracias a una beca, tras superar un duro examen con tan solo siete años. Y sin duda alguna, había cumplido las expectativas.
No tardó en llegar a la clase. El edificio era monumental, imponente, del mismo estilo del Parlamento o de los Juzgados, y el aula tenía el techo alto y paredes forradas de estanterías con miles de libros. El chico se sentó en el pupitre que había en medio, diminuto en comparación con la grandeza de la sala. Allí esperaba un hombre anciano, de larga barba pelirroja. Krirant, se llamaba. Un nombre peculiar, no cabe duda.
Noté rápidamente que la relación que entre ellos había era más que buena. Supuse que era inevitable cogerse cariño después de tanto tiempo.
Ojeé el lomo de los libros de las paredes mientras corregían un par de ejercicios. Cuando acabaron, el profesor comenzó a explicar una nueva lección de Naturaleza. Me senté en el suelo mientras escuchaba todo lo que decía. Nunca me interesaron demasiado las ciencias, pero he de reconocer que estaba ensimismado con las maravillas que contaba de flores y plantas del mundo que acababa de descubrir.
La siguiente la dedicaron al estudio de la ortografía del Yúnnico. Leí de reojo en el libro de Ian que, años antes, se habían unificado todos los idiomas de Yunnia en uno solo, llamado Yúnnico Avanzado. No obstante, decía que aún existía otro alfabeto, que solo usaba un pequeño grupo de gente. Me fascinaba ese idioma: tenía caracteres muy curiosos y bonitos, semejantes a los latinos, y algunas palabras se parecían peligrosamente.
Tras la explicación de otra lección ―declinaciones verbales imperfectivas―, Ian se despidió de Krirant, pues había llegado la hora del recreo. Mientras le seguía en dirección al claustro, pensé en que Ian era un chico inteligente; parecía muy maduro pese a los catorce años que tenía.
Ya allí, estuvo charlando con alguno de sus compañeros sobre temas livianos, con tal vez demasiada distancia. Francamente no parecían amigos, pues tenían entre sí una esmerada y no menos exagerada educación formal. Me dije que tal vez así fuesen las relaciones de amigos en Yunnia, pero lo dudé. Lo más probable es que solo ocurriera eso en el refinado Liceo, adonde acudían únicamente ―salvo contadas excepciones― los hijos de las grandes y adineradas familias de la capital.
Cuando pasó la media hora, Ian regresó a clase.
El reloj marcaba las once y media de la mañana.
Tras entrar de nuevo en el aula, se sentó en su pupitre y sacó de la mochila el libro de Historia, la asignatura que tocaba en ese momento según el horario. Lo abrió y se puso a leerlo, puesto que el tutor aún no había llegado. Mientras, yo bebía de lo que en él traía, y quedé sumergido entre tantos sucesos, guerras e incluso algún que otro hecho digno de leyenda.
Un cuarto de hora después aún no había llegado. Ni tras media hora.
Ian estaba indudablemente mosqueado. Jamás Krirant había llegado tarde a clase. Jamás. Trató de estudiar algo, pero estaba demasiado preocupado para ello.
Y así se paso nada menos que dos horas: de brazos cruzados. Hasta que fue el momento de volver a casa.
―Sí, papá, desapareció sin más. Me parece francamente extraño: sabéis lo estricto que es, en especial consigo mismo.
―Yo que sé, Ian, habrá tenido algún asunto urgente. No te preocupes, mañana ya te lo contará.
Ian reflexionó. Tal vez Hush tuviera razón y no pasase nada. Puede que solo hubiera surgido un imprevisto y no hubiese podido regresar.
Sin embargo, sentía que aquel día estaba turbio. Y no solo porque las nubes hubiesen cubierto de repente el cielo yarkiano: aún tenía aquel mal presentimiento. El sueño le había asustado: jamás había vivido uno igual de intenso y de realista.
No saboreó demasiado la última cucharada de flan. Se levantó, y sin decir más se recostó en la cama. Eran las tres de la tarde: no pretendía dormir. Solo descansar. Estaba un poco agobiado.
Comenzó a llover con fuerza. Las gotas repiqueteaban con fuerza contra la ventana, y parecían gritarle a Ian la veracidad de su presentimiento. A mí tampoco me agradó en absoluto. Me gusta la lluvia, pero había sido demasiado repentino. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Había algo extraño en el ambiente.
Llevaba desde las cuatro y media estudiando. Era ya casi de noche.
Ian acudía todas las tardes a la biblioteca del Liceo. Con enormes ventanales, grandes mesas, adecuada iluminación, silencio y, lo más importante, una buena fuente de información, era el lugar ideal para repasar las últimas lecciones o hacer los ejercicios. Allí estaba todo a mano.
Seguía lloviendo. El techo, de cristal traslúcido, dejaba vislumbrar los arroyos de agua que descendían por el tejado. Adentro no se oía nada más que el paso de las páginas de algún libro y la tos de algún despistado que no se había abrigado lo suficiente para hacer frente al cambio de tiempo.
Ya estaba harto de leer una y otra vez lo mismo. Hacía solo mes y medio que habían empezado las clases: no había aún demasiado que hacer. Pero no quería volver a casa todavía. La lluvia arreciaba, y eso significaba mucho. La casa de Ian no estaba lejos, pero lo suficiente para llegar empapado.
Recogió los libros y los metió en la mochila. Se la puso al hombro, y se levantó. Se dirigió entonces a la biblioteca propiamente dicha: en concreto, a su sección favorita, la de las leyendas yúnnicas.
Repasó sin interés los lomos de los, para él, archiconocidos ejemplares. Tomó uno o dos, para leer algún relato que se le hubiese escapado, y así tratar de relajarse un poco. Se sentó, pero estuvo poco tiempo. Tal vez diez minutos. No tenía ganas ni de leer.
Tenía que volver ya a casa. No soportaba estar más tiempo allí. Y sin embargo...
Cuando devolvió el segundo libro a su lugar correspondiente, se percató de que había algo nuevo.
Era pequeño, de tapas negras, y no más en la portada que el título, en diminutas letras doradas: Escondidos: leyendas.
Siempre le habían llamado la atención los mitos de aquellos Escondidos. En teoría eran personas ―aunque en ocasiones derivaba en “criaturas”― con diversos poderes mágicos. Adivinación, teletransporte, detener el tiempo, eran tan solo algunos de ellos. Era tal la diversidad de relatos en torno a aquellos seres que no dejaba de ser misterioso que fuese común en todos y cada uno de los rincones de la geografía yúnnica.
Lo tomó, animado por primera vez en todo el día. Después de tantos años, ver un libro nuevo en aquella sección era francamente sorprendente.
Le echó un vistazo por encima. Era maravilloso: jamás había visto semejante recopilación. Engañaba el tamaño: tenía cerca de doscientas páginas, y la letra era bastante pequeña. Tal vez tuviera un centenar de pequeñas historias.
Volvió a la primera página, y leyó el prólogo.
Hombres y mujeres yúnnicos que han sido desterrados. Esa es la conclusión con la que comenzamos este libro.
No es fácil hablar de Escondidos en los tiempos que corren. Todos los conocemos, pero solo forman parte de nuestra mitología. Ahora ocultos en el Cinturón de Roca, formaron parte de la sociedad yúnnica desde el comienzo de los tiempos. Y sin embargo, la leyenda se limita a atribuirles poderes imposibles y a convertirles en poco menos que monstruos.
¿Y si en realidad los Escondidos existiesen? ¿Y si solamente hubiesen desaparecido sociológicamente de la Humanidad por una conspiración injusta?
Un exhaustivo análisis acompaña a cada pequeño relato recogido. Son los residuos dejados tras su desaparición. Así comprenderemos cómo es de verdad la desconocida sociedad Escondida, y solo así podremos acercarnos a ella.
Ha llegado el momento de que el mundo actual descubra esta mágica existencia.
No podía creerme todo eso. ¿Poderes? ¿Superhombres? Era irreal. Definitivamente había sido escrito por un chalado o por un aprovechado capaz de creerse que aquello vendería.
También Ian estaba boquiabierto. Se había puesto pálido: no había esperado que el libro tratara de... eso. Esperaba encontrarse tan solo una lúdica compilación de relatos. Sin verdad alguna. Pero, ¿podría resistirse a un prólogo tan sumamente morboso y mediático?
Definitivamente, no. Pasó de página, aún en pie, pero ahí había una nota. Me acerqué un poco más a él, para tratar de verla con claridad. Era un trozo de papel, no más. La caligrafía era elaborada, pero sin florituras. “Ian”, decía. A secas.
Estaba ahí por él, no cabía duda. Pocos conocían tan bien como él aquella sección: no podía dirigirse a otra persona. De hecho, no conocía a nadie con su mismo nombre...
Debajo de su nombre, había trazada una flecha que indicaba hacia abajo. Instintivamente, miró al suelo.
Una simple hoja de castaño se estaba deslizando por el aire, suavemente. No obstante, pudo oír cómo se posaba en el suelo. Algo extraño. Se agachó a recogerla.
En cuanto se incorporó, miró el suelo a su alrededor, y a un par de metros se encontró con otra hoja. Y más allá, una tercera. Incluso una cuarta y una quinta. Pudo ver la sexta asomando por la esquina del pasillo.
Estaba indicando un camino. No dudó, y dio el primer paso.
El recorrido atravesaba la biblioteca, en dirección al exterior. Junto antes de salir por la enorme puerta del también enorme vestíbulo se puso la capucha, pero sabía que, por muy impermeable que fuera, quedaría calado hasta los huesos. Aparte de que seguía diluviando, había un fortísimo viento.
Pero, pese a las inclemencias, las hojas seguían ahí, como si estuviesen clavadas en el suelo, indicando el sendero entre tanta agua. Bajando las escaleras, vio que se volvía a torcer.
Se dirigía hasta el pequeño parque del Liceo. No había un alma.
Allí, en un banco, se acababa el recorrido. Buscó algo llamativo, pero fue en vano.
Se sentó. Le dio igual que estuviera mojado: un poco más de agua no le importaba lo más mínimo. Escuchaba el ensordecedor ruido del agua golpeándolo todo, y contemplaba el húmedo lugar con preguntas. Aquello de las hojas era absurdo, y ahora estaba empapado, en medio de la tormenta. Estuvo esperando sin saber por qué unos minutos.
Hasta que, de repente, notó que ascendía la temperatura. Dejó de sentir cómo el agua le chorreaba por la cabeza, y el ruido cesó. Pero seguía lloviendo. Solo que ya no llovía en torno al banco.
Se entumeció al empezarse a dar cuenta de qué podría estar ocurriendo. Pero, ¡era tan extraño!
Fue entonces cuando Krirant apareció a su lado. Aquel hombre de pelo largo le miraba sonriente, con gesto de condescendencia.
―Eres un Escondido ―concluyó Ian sin más, tratando de ocultar su asombro.
―Vaya, pues sí ―respondió Krirant, gracioso―. Reconoce que ha sido un bonito modo de mostrártelo.
―Pero... ¿por qué? ¿Qué quieres? ―preguntó sin entender nada.
―Tengo algo importante que pedirte, y creí que lo mejor que podía hacer era contarte las cosas desde el principio ―Krirant parecía estar convencido de que su estrategia había funcionado.
»Está claro, Ian: ese principio pasa por que yo, tu tutor, soy un Escondido. No hace falta esforzarse mucho para intuir qué se está pasando por tu cabeza: no cabe duda de que ese dato implica mucho. Sin embargo, me vas a permitir que te lo deje todo bien claro.
»Por supuesto que los Escondidos existimos. Ese libro que te encontraste es un estudio (un tanto desafortunado, todo hay que decirlo) sobre la sociedad Escondida actual. Pero, aun con sus terribles errores y falacias, contiene grandes verdades que al menos convencerían al lector de que somos reales.
»Estamos en todos lados: muchos de los altos cargos de vuestra sociedad están ocupados por Escondidos, tenemos un pequeño universo paralelo de ciudades y refugios ocultos, y muchos de nosotros simplemente nos camuflamos entre la gente de a pie por toda Yunnia.
Ian no sabía que decir.
―Tenemos poderes, esa es otra de las verdades. Por eso nos mantenemos al margen de vuestros asuntos. Pero no te preocupes: nuestras intenciones no son malas ―sentenció no demasiado convencido.
El pupilo pudo ordenar con facilidad las caóticas ideas, ayudado en parte por el silencio sepulcral que aún permanecía.
Desde luego, Krirant no le había revelado semejante información si no fuese debido a una razón de peso. Era evidente: buscaba algo. ¿Pero qué pretendía de un simple adolescente?
―Tus capacidades, Ian. Necesitamos tus aptitudes ―contestó―. Tenemos un gran plan a realizar, y ha decidido el Consejo que nos ayudes.
Una pequeña risita se escapó de mi boca. La cosa empezaba a ponerse emocionante… Sentí una intensa curiosidad, pese a que seguíamos ―tanto Ian como yo― entendiendo más bien poco de lo que el Escondido trataba de explicarnos.
―¿Y qué se supone que tendré que hacer?
―¿Te suena de algo Deicos? ―¿Deicos? ¿Qué demonios es Deicos? Ian mostraba un gesto de incredulidad que me llegó a sorprender: sería algo importante, seguro―. Sí, Ian. La puerta a los orígenes. Legendaria, ¿verdad? Ya lo creo. Sabemos que existe. Y debemos encontrarla. Curiosamente te elegimos a ti en la búsqueda por tu inteligencia… Bien. Tendrás una recompensa, acorde con la peligrosidad de la misión. Aun así yo estaré continuamente protegiéndote. Dejarás las clases hasta que acabemos, pero merecerá la pena, pues descubrirás lugares de todo tipo, y aprenderás cosas que jamás te podré enseñar en el Liceo.
»La decisión es tuya. Mañana a las ocho y media de la mañana me la dirás. Ni más tarde ni más temprano, aquí mismo, en el aula. Espero tu respuesta ―concluyó el Escondido, desapareciendo justo después.
En ese momento, la lluvia volvió a empapar al chico, que permaneció sentado, impasible al frío, durante unos minutos.
Se puso en camino hacia su casa. Yo le seguí con paso ligero. Qué peliculero era todo eso. “Ian en busca de la puerta perdida”.
“¿Peligrosidad? ¿Abandonar los estudios que tanto me ha conseguido obtener? Y además, ¿quién se cree semejante fantasía novelesca?”. Ian no era, pese a su talento, demasiado curioso. Mientras que yo hubiese aceptado sin rechistar, aun yendo gratis, él no aceptaría. Estaba mucho más cómodo siguiendo su rutina, sin sobresaltos, al lado de su familia.
De cualquier modo, algo era irrefutable: los poderes de Krirant. Se los había mostrado, eran mágicamente reales. ¿A qué venía todo aquello? ¿Por qué no le dejaban tranquilo?
Ya cerca de casa, Ian distinguió a lo lejos, a pesar de que en la calle había bastante gente, a su padre. Corrió hacia él, y parecía también nervioso. Me di cuenta de que tenía unos llamativos ojos verdes.
―¡Hijo! ―exclamó cuando se juntaron― ¡Han secuestrado a tu madre!
¡Pero qué demonios! ¿Es que al pobre chico solamente le pasaban desgracias?
―¿¿Qué?? ―grito con voz temblorosa pero fuerte―. Volvamos a casa, tenemos que hablar de muchas cosas.
Ian no tardó ni un segundo en encajar la información. Habían secuestrado a su madre para obligarle a realizar la misión.
―He vuelto del trabajo y los he visto. ¡Sí! A los Escondidos. Tan pronto como los descubrí, se marcharon. Con tu madre, claro.
―Krirant es uno de ellos ―soltó el chico, con la mirada perdida.
―¿Quién? ¿Tu tutor?
―Así es. Me contó que debería embarcarme en una aventura peligrosa para encontrar Deicos, la Puerta, de la que hablan las leyendas. Parece un sueño (mejor dicho, una pesadilla), pero algo me dice que es verdad. Además, tengo que responder mañana. Es una decisión a contrarreloj. Si la cumplo devolverán a mamá. Si no, prefiero no pensar lo que le podría ocurrir.
Madre mía, increíble.
―Tenemos todo el día para hablar ―dijo su padre en tono tranquilizador, aunque poco efectivo―. Aún no podemos hacer nada por ella.
―Dejaron verse ―susurró Ian para sí. Reflexionó y concluyó que:― Debo aceptar esa misión para recuperarla.
No pudo reprimirse más y rompió a llorar. La verdad es que habría deseado consolarle. Comprendía su llanto. El pobre chaval tenía miedo.